José María Sicilia (Madrid, 1954)
Cubo de basura
1984
INFORMACIÓN DE LA OBRA
Técnica mixta sobre lienzo, 247 × 242 cm
OTRA INFORMACIÓN
Inscripción al dorso: «Cubo de basura / Sicilia»
José María Sicilia es uno de los artistas que emergieron con fuerza en el ámbito artístico a principios de la década de los ochenta. Tras estudiar en la Facultad de Bellas Artes de Madrid, decidió instalarse en París en 1980, donde realizaría sus primeras exposiciones. Sicilia mostró su obra por primera vez en Madrid en la galería Fernando Vijande en 1984, siendo rápidamente considerado como uno de los valores más reconocidos de su generación, al igual que Barceló, Campano, Broto... En esa muestra individual se mostró una pintura de formatos grandes e impactantes empastes, en la órbita del por entonces pujante neoexpresionismo, aunque el pintor madrileño no se consideraba adscrito a tendencia alguna. Sobre fondos densos e impetuosos de color, Sicilia definía una serie de objetos perfilados con gruesos trazos oscuros, que protagonizaban individualmente cada cuadro. Se trata de objetos cotidianos del entorno del taller: tijeras, aspiradoras y utensilios de cocina que transforman los magmáticos fondos de color, introduciendo unos motivos que podrían recordar al pop. A ese conjunto pertenece Cubo de basura. Esta combinación de lenguajes, en principio antitéticos –técnicas pictóricas «frías» y tintas planas en el pop, frente a materia pictórica fuertemente subjetiva–, forma parte de las opciones creativas, tantas veces eclécticas, de la pintura de los ochenta. En una entrevista en la revista Figura en ese mismo año, matizaba Sicilia sus intenciones: «No pinto el objeto, sino el sentimiento que me produce, ningún cuadro contiene una teoría, cada pintura es un paso de ciego.»
Por su parte, Flor azul corresponde a otra etapa pictórica desarrollada en Nueva York, donde se instaló durante una temporada en 1985 y donde expuso en la galería Blum Helman. Son los años de su consagración internacional, y su pintura evoluciona hacia la abstracción. La flor será uno de sus motivos pictóricos, una presencia habitual en la pintura y la poesía occidental y oriental asociada a otras flores o a jardines, campos y ramos, aunque también presente en muchos rituales antiguos y modernos. Esta de Sicilia, a diferencia de otras de la misma época, no está descrita ni definida como tal, y sus formas se deshacen en la densa cualidad de su superficie, la epidermis del cuadro. La flor se transfigura hasta hacerse solo nombre, solo alusión poética. Años más tarde, ya en los noventa, la flor reaparecerá recuperando forma, pétalos y colorido, y será traducida a otro material, la cera. Aquí se reducen los elementos y se somete el cuadro a una estructuración en planos con una superficie muy elaborada, que ya no muestra los empastes de sus primeras obras. Este cuadro se divide en dos partes: en la superior ofrece un auténtico espectáculo visual con el azul intenso, irradiante; la inferior, con una superficie igualmente textural, ofrece con ocres, verdes y rojos unas formas indefinidas que evocan tal vez un fondo orgánico, una materia –la pintura– en la que todo germina.
En Sin título la mirada ha de agudizarse para percibir los valores del blanco. La reducción a un solo color no significa monotonía visual; al contrario, exige un mayor esfuerzo para descubrir su rica gama de matices. La tradición de la pintura monocromática es ya larga en el siglo XX: Malevich, Ad Reinhardt, Yves Klein, Piero Manzoni, Robert Ryman… A esta filiación se adscribe este cuadro, cuyo formato cuadrado es, en sí mismo, alusión al suprematismo de Malevich. Sicilia inició este tipo de creaciones en los últimos años ochenta, y las continuó durante los noventa sustituyendo el óleo por ceras y parafinas. Aquí es todavía del óleo del que extrae cualidades de materia traslúcida. Interesado el pintor por la luz, la expresa con colores densos y opacos. Reaparecen objetos y figuras de animales diluidas en la superficie blanca, pero aún perceptibles gracias a los juegos de transparencias de las capas de óleo. Estas figuras, situadas generalmente en el centro del cuadro, están tratadas con una vaguedad que hace que las percibamos como huellas o rastros más que como formas corpóreas. Ya desde sus primeras creaciones, Sicilia había centrado su atención en la presencia de objetos, pero en estos cuadros blancos esa relación ha acabado en fusión, en incorporación enigmática. «Al volverme, vi sombras –escribe Sicilia años después– […] estas sombras habían venido a infiltrarse con suavidad en mis sueños sin que lo advirtiera; no se movían, no producían ningún ruido, no emitían ningún reflejo: eran grises, pálidas, azuladas». [Carmen Bernárdez]