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Juan Barjola (Torre de Miguel Sesmero, Badajoz, 1919 – Madrid, 2004)

Tauromaquia

1986

INFORMACIÓN DE LA OBRA

Óleo sobre lienzo, 200 × 270 cm

OTRA INFORMACIÓN

Firmado en el ángulo inferior derecho: «Barjola».

Pese a haber nacido algo antes que la mayoría de los integrantes distintivos de la gran generación abstracta española de posguerra, el extremeño Juan Barjola se erigirá en el representante de envergadura mayor dentro de la reacción neofigurativa a la crisis del informalismo. En su caso, lo hará mediante el desarrollo de una apuesta vertebrada en torno al eje central de una pulsión esencialmente expresionista, que se ha asociado con frecuencia a la estirpe más negra y visceral del naturalismo español, pero que se verá entreverada asimismo por cierta deriva surrealizante, así como puntuales acentos de resonancia pop.

El lienzo Composición, pintado apenas dos años después del primer viaje de Barjola, cuya meta no sería precisamente París, sino la negra Bruselas de Regoyos y Verhaeren, a la que el Grupo Cobra aportaba savia nueva, responde todavía, tras la ruptura con las rutinas de su figuración temprana, a un periodo de búsqueda en la que una suerte de protoimagen pugna por decantarse apenas en la convulsa marea de tenebroso color.

La obra Pintura, por su parte, tiene algo del impulso onírico del Barjola que deja aflorar en su hacer ecos de resonancia surreal. Aún así, en esta tela el elemento determinante es el empleo de un motivo icónico, el espejo, que el artista utilizará reiteradamente en esos años. Un espejo circular, en este caso, representado en forzado escorzo, que introduce en la composición un ambivalente juego de distorsión del espacio representado, a la par que sitúa en el centro mismo de la escena la imagen espectral de un representante totémico de su iconografía, el perro.

Pintada el siguiente año, en Niña reencontramos de forma más patente la imagen del perro, tumbado ahora tras la vidriera que cierra el fondo escénico, pero el protagonismo corresponde a esa niña de rubia melena que el artista incluirá en diversas telas del arranque de la década de los setenta. Un personaje que no deja de tener un cierto aroma pop, pero que, en la distorsión del rostro hacia un cierto registro grotesco, evoca inequívocamente el rastro bufonesco de El niño de Vallecas de Velázquez.

Por último, dos composiciones de colosal tamaño nos acercan al esplendor magistral del Barjola tardío, etapa en la que cobran cadencia recurrente sus incursiones iconográficas en el terreno de la tauromaquia. A menudo, se ha insistido en grado un tanto desmesurado, en el hecho de que la vigorosa y muy desinhibida dicción que culmina el hacer del pintor extremeño torna su mirada hacia el legado de Picasso. El tema de la corrida de toros o, incluso, la decantación por esa paleta de blancos, negros y grises –querencia tan propia también del maestro malagueño– que Barjola emplea en telas como la de 1993, abundarían en la idea, una opción en modo alguno impropia. Aún así, lo verdaderamente esencial de la espectacular etapa postrera del pintor extremeño viene dado por la poderosa gestualidad que guía el vertiginoso aliento compositivo. [Fernando Huici March]