Madrid, 20 de junio de 2023 - NOTA DE PRENSA
Afirmaba George Santayana que “tres son los lazos que ahogan la filosofía: la iglesia, el tálamo y la cátedra” Y él se libró de las tres.
De la primera, porque nunca se sintió vinculado a ninguna religión. De la segunda, porque a pesar de su paso por la misma, la abandonó en cuanto le fue posible. Y del matrimonio, porque su condición de homosexual se lo impedía.
Nació en Madrid a finales del siglo XIX, pero lejos de tener la vida típica de los niños de su generación, su compleja situación familiar le llevó a vivir primero en Ávila y después en Estados Unidos, donde se instaló con su madre a los 9 años. A pesar de no saber absolutamente nada de inglés, se adaptó con mucha facilidad. Fue educado en Boston, y terminó siendo profesor de filosofía en la prestigiosa universidad de Harvard, siendo uno de los fundadores de su Departamento de Filosofía. En los 20 años en los que ejerció la docencia pasaron por su aula alumnos de la talla de Wallace Stevens, Gore Vidal y T.S. Elliot.
A pesar de su dedicación y del cariño que le profesaban sus alumnos (Elliot fue el único que declaró que las clases le parecían muy aburridas, una excepción que confirmaba la regla), nunca le gustó dar clase. Así que cuando su madre falleció y recibió una cuantiosa herencia, presentó su carta de dimisión y decidió dedicarse por entero a la filosofía, a ejercerla y no a enseñarla. Tras abandonar Boston, residió en Reino Unido, Francia y finalmente en un convento en Roma, donde decidió vivir hasta el fin de sus días. Jamás volvió a su España natal, salvo en períodos en los que visitaba a sus familiares, y que interrumpió cuando su padre falleció.
Esta necesidad de no instalarse en ningún lugar fijo, este desarraigo buscado respondía a una única razón: el querer tener un pensamiento totalmente libre, personal, sin influencias de ningún tipo (de ahí su comentario sobre iglesia, la universidad y el matrimonio). Según nos cuenta Antonio Lastra, George no se sentía unido tampoco a ninguna corriente filosófica. Jamás estuvo adscrito a nada. No pensaba como un americano ni como un español. Era un hombre de mundo, un extraño en todas partes, alguien imposible de encasillar. Libre, quizá sea la palabra más adecuada. Eso le dio una perspectiva global que le hace destacar entre los filósofos de su época: en España bebían los vientos por José Ortega y Gasset, pero a ojos de Santayana, era casi un provinciano.
Escribió toda su obra en inglés, pero jamás renunció a su pasaporte español. Por eso Fundación Banco Santander encargó a Antonio Lastra la difícil tarea de traducir sus textos, para componer un volumen que diera nueva luz a sus obras más trascendentales. “Santayana dijo en inglés, pero siendo español, lo que ningún español dijo nunca en español” explica Lastra, “Cada vez que uno lee a Santayana le da la sensación de que está abriendo horizontes. Su mirada cosmopolita nos beneficia extraordinariamente a los españoles”. Para Javier Expósito, responsable de la colección Obra Fundamental, este volumen tiene mucho sentido porque “Santayana nunca renunció a ser español, y recuperar el ejercicio espiritual y filosófico de uno de los grandes pensadores del siglo XX era un asunto pendiente en nuestra cultura. La traducción y antología de Lastra es una obra que nos revela un nuevo Santayana, y permanecerá sin duda”.
No obstante, y a pesar de que llegó a ser un filósofo importante en su tiempo (fue portada de Time), él rehuyó la idea del triunfo; no aspiraba a ser un best-seller, incluso hizo todo lo posible para que no le concediesen el premio Nobel de literatura, para el que fue propuesto varias veces. No buscaba el reconocimiento, si no que cree sinceramente que la gente necesita la filosofía para cuidar de su espíritu, y por eso quiere llegar a ellos de forma que puedan entenderle.
Por eso, tal como dice Lastra, su obra está escrita en un lenguaje natural, simple, divulgativo. Era un hombre alegre y vital, y su filosofía así lo refleja. No es angustioso, ni oscuro, como los existencialistas. “No escribía para filósofos o entendidos, aunque eso no resta a su obra ni una pizca de profundidad” comenta el antólogo.
Desde su análisis Santayana era, ante todo, un materialista. No en el sentido de la palabra que utilizamos en el siglo XXI, si no como alguien que acepta la muerte. El cuerpo humano tiene una longevidad, y él no invoca una inmortalidad, si no que acepta este mundo como el único posible. Argumenta Lastra que “a esto que llama materia le añade una idea muy fuerte de que la materia se hace viva con algo que llama el espíritu. No es algo relacionado con la transcendencia, si no con la inteligencia, siendo esa inteligencia lo que ilumina la materia. Y por otro lado es plenamente consciente de que ese espíritu, sin carne, se pierde. La vida libre que él busca del espíritu es una vida encarnada. Y sabe perfectamente que eso puede llevar a que, al final, la carne sea también la tumba del espíritu”.
En Una antología del espíritu se recuperan obras tan relevantes como Metanoia, Locura normal o De escepticismo y fe animal, además de cartas, poemas y ensayos breves, en un volumen formado por capítulos que no requieren una lectura lineal y que nos ayudan a conocer de forma muy novedosa a un autor que encarnó la figura del “filósofo” al estilo de los antiguos. “Una lectura de Santayana es terapéutica, es sanadora, tiene el don de hacer del espíritu algo mejor”, expone Lastra, “No todos los filósofos tienen esa capacidad”.